La historia de la loba fue el primer acontecimiento trágico que hirió poderosamente mi imaginación.
En la sección central del Molino, en un ángulo formado por el frente del despacho y la entrada a la habitación principal y la capilla había una fuentecita de alabastro con su atrevido chorro que esparcía al viento sus glóbulos brillantes.
Una mañana, criados y dependientes entraron al interior del despacho, despavoridos, a avisar al señor mi padre que, una Loba rabiosa acababa de pasar cerca de la fuente y se dirigía al bosque.
El tropel que entró en el despacho pedía armas para perseguir a la fera que podía dañar a loas transeúntes, que paseaban el pobladísimo bosque, que se bañaban en lo que se llamaba la alberca chica y que visitaban (no recuerdo con precisión la fecha) el jardín botánico.
Armáronse el amo, los dependientes y los criados, corrieron en seguimiento de las huellas de la Loba y una cauda de muchachos, entre los que yo iba, y aún de mujeres, siguió tumultuosa a los perseguidores de la fiera.
Entre tanto la loba se había internado en el bosque y trepado a salto hasta la cumbre, penetrando en el amplísimo corredor de cristales que daba al NE del edificio, tosco pero grandioso que coronaba el cerro y que entonces lo habitaban sólo el guardabosque con sus tres o cuatro hijas, la mayor de sólo ocho años a lo más, y la abuelita, madre del guardabosque, anciana encorvada, de manos huesosas, trémula y de cabellos blancos, que cuidaba a las niñas.
Don Ignacio, que así se llamaba al guardabosques, constantemente estaba a la puerta del bosque con su cara gestuda, su ancho sombrero de palma, en pechos de camisa y su calzón de pana azul de tapabalazo de cuadril a cuadril y sus botones de plata del ruedo de un peso.
La Loba, al dar su último salto y penetrar al comedor, se asomó y percibió sin duda ala abuelita y las niñas que tomando el sol limpiaban con polvo de ladrillo candeleros y cubiertos de peltre.
Y ya sea el natural movimiento de terror a la presencia de la fiera, ya algún grito de espanto, ya alguna tentativa de fuga, la Loba se precipitó en medio de las personas descritas, y mordía, y devoraba, y regaba las entrañas de sus víctimas entre agudos chillidos y esfuerzos inauditos de la anciana para pedir socorro.
Oyó confusos gritos Don Ignacio, corrió y saltó sobre las peñas, llegó casi sin respiración al lugar de la catástrofe cuando más rabiosa, más encarnizada, más terrible estaba la Loba; pisando a sus hijas despedazadas, se abalanzó Don Ignacio a la Loba, y emprendiendo una lucha indescribible, implacable de horror y fiereza: rodaban animal y hombre y se erguían sin soltarse; los dientes de la fiera resbalaban rechinando en los huesos de los brazos del hombre...
Don Ignacio advirtió a la anciana que en la bolsa de sus calzones había una navaja... la anciana buscó pero herida, enferma y siguiendo los movimientos de la lucha, su pesquiza tardaba; al fin encontró la navaja y la puso abierta en mans de su hijo, quien casi agobiado bajo la Loba la degolló, cayendo muerta la fiera y aniquilado el hombre en un lago de sangre, cuerpo y entrañas destrozadas.
En las últimas peripecias de esta escena, había llegado el señor mi padre y los suyos...
Todo quedó en silencio. La vieja, con los cabellos blancos en desorden, corría de un lado a otro como una loca... ¡Yo no sé que fué de mí! pero ahora mismo escribo lleno de horror y de terror este recuerdo.
Pero, no siempre fue así. Hallazgos arqueológicos hablan sobre posibles veneraciones a los lobos, teniéndolos en ofrendas, cubiertos de oro.