miércoles, 23 de septiembre de 2020

La Loba

 La historia de la loba fue el primer acontecimiento trágico que hirió poderosamente mi imaginación.

En la sección central del Molino, en un ángulo formado por el frente del despacho y la entrada a la habitación principal y la capilla había una fuentecita de alabastro con su atrevido chorro que esparcía al viento sus glóbulos brillantes.

Una mañana, criados y dependientes entraron al interior del despacho, despavoridos, a avisar al señor mi padre que, una Loba rabiosa acababa de pasar cerca de la fuente y se dirigía al bosque.

El tropel que entró en el despacho pedía armas para perseguir a la fera que podía dañar a loas transeúntes, que paseaban el pobladísimo bosque, que se bañaban en lo que se llamaba la alberca chica y que visitaban (no recuerdo con precisión la fecha) el jardín botánico.

Armáronse el amo, los dependientes y los criados, corrieron en seguimiento de las huellas de la Loba y una cauda de muchachos, entre los que yo iba, y aún de mujeres, siguió tumultuosa a los perseguidores de la fiera.

Entre tanto la loba se había internado en el bosque y trepado a salto hasta la cumbre, penetrando en el amplísimo corredor de cristales que daba al NE del edificio, tosco pero grandioso que coronaba el cerro y que entonces lo habitaban sólo el guardabosque con sus tres o cuatro hijas, la mayor de sólo ocho años a lo más, y la abuelita, madre del guardabosque, anciana encorvada, de manos huesosas, trémula y de cabellos blancos, que cuidaba a las niñas.

Don Ignacio, que así se llamaba al guardabosques, constantemente estaba a la puerta del bosque con su cara gestuda, su ancho sombrero de palma, en pechos de camisa y su calzón de pana azul de tapabalazo de cuadril a cuadril y sus botones de plata del ruedo de un peso.

La Loba, al dar su último salto y penetrar al comedor, se asomó y percibió sin duda ala abuelita y las niñas que tomando el sol limpiaban con polvo de ladrillo candeleros y cubiertos de peltre.

Y ya sea el natural movimiento de terror a la presencia de la fiera, ya algún grito de espanto, ya alguna tentativa de fuga, la Loba se precipitó en medio de las personas descritas, y mordía, y devoraba, y regaba las entrañas de sus víctimas entre agudos chillidos y esfuerzos inauditos de la anciana para pedir socorro.

Oyó confusos gritos Don Ignacio, corrió y saltó sobre las peñas, llegó casi sin respiración al lugar de la catástrofe cuando más rabiosa, más encarnizada, más terrible estaba la Loba; pisando a sus hijas despedazadas, se abalanzó Don Ignacio a la Loba, y emprendiendo una lucha indescribible, implacable de horror y fiereza: rodaban animal y hombre y se erguían sin soltarse; los dientes de la fiera resbalaban rechinando en los huesos de los brazos del hombre...

Don Ignacio advirtió a la anciana que en la bolsa de sus calzones había una navaja... la anciana buscó pero herida, enferma y siguiendo los movimientos de la lucha, su pesquiza tardaba; al fin encontró la navaja y la puso abierta en mans de su hijo, quien casi agobiado bajo la Loba la degolló, cayendo muerta la fiera y aniquilado el hombre en un lago de sangre, cuerpo y entrañas destrozadas.

En las últimas peripecias de esta escena, había llegado el señor mi padre y los suyos...

Todo quedó en silencio. La vieja, con los cabellos blancos en desorden, corría de un lado a otro como una loca... ¡Yo no sé que fué de mí! pero ahora mismo escribo lleno de horror y de terror este recuerdo.

Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos (1853)



Transcribo aquí arriba un retazo, escrito de una autobiografía, para hablar sobre cómo vemos a los lobos. La imagen viva de la fiereza y sinrazón, nada más que violencia y sangre.
El relato, contato de puño y letra de un político, escritor y cronista del legendario mexicano, cuenta con horror y deja constancia de que, si tomamos como real su historia, había lobos muy cerca de la Ciudad de México, al menos a principios de 1818.

¿Cómo fue la convivencia con ellos? Probablemente violenta, desde antes y cada vez más sangrienta. Sus territorios, cada vez más reducidos, y probablemente cazados los lobos hasta que casi nadie piense que alguna vez hubieran existido tan al sur.

Pero, no siempre fue así. Hallazgos arqueológicos hablan sobre posibles veneraciones a los lobos, teniéndolos en ofrendas, cubiertos de oro.
El lobo tuvo su lugar en los bosques del Anáhuac, como depredador seguramente mantenía a raya a herbívoros, permitiendo el crecimiento de brotes y ayudando a mantener los ríos y manantiales sanos, tal como se comprobó que ocurría en los bosques de Yellowstone, EEUU.
El lobo desapareció y la Ciudad creció devorando bosques, los mananiales se secaron, así como los ríos que corrían a través del Valle de México. Poco a podo, los ecosistemas nativos se vieron reemplazados por flora y fauna doméstica e introducida. Sólo quedaron pinturas de cuando esta transformación ya iba muy avanzada.
Pero el lobo sigue siendo llamado en Chapultepec. 
Ahora, en vez de matarlos, se les cuida y reproduce, en el zoológico se procura que, tal vez, en el futuro, los lobos vuelvan a correr libres en el centro de México. Tal vez, con una historia con menos sangre y más comprensión.

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